Volvamos por un momento a nuestra infancia, a nuestra forma de pensar en ese entonces, a nuestra forma de sentir. Cuando crecemos es fácil olvidar que fuimos niños; que romper nuestro peluche favorito podía sentirse como la peor tragedia, que pelearnos con nuestro mejor amigo o amiga se podía resolver 10 minutos después, jugando a las chapadas. Es fácil olvidar que éramos mucho más honestos con nuestros sentimientos, que no sabíamos cómo disimular y que recién estábamos aprendiendo a vivir en esta sociedad llena de normas, expectativas… y prejuicios.

En un mundo que deja poco espacio para el error y las diferencias, los niños de hoy están muy expuestos a ser evaluados y etiquetados desde pequeños: el que se mueve demasiado, el que se demora en responder a las preguntas, el que dice cosas extrañas, el que se distrae y no se mueve al ritmo de los demás, el que se frustra cuando pierde, entre otros. Todos llegan al consultorio con padres preocupados por el mismo motivo “(les han dicho) que sus hijos no son como los demás”. Las evaluaciones, las terapias e incluso la medicación llegan con alarmante facilidad.

En la infancia uno empieza a construir su identidad. Para ello, tomamos en cuenta lo que escuchamos sobre nosotros mismos, lo que nos gusta hacer, en qué somos buenos, entre otros atributos. Cuando trabajamos con niños es usual que nos digan cosas como “yo soy muy bueno bailando, porque mi mamá me ha dicho” o “mi profesora dice que soy el más atento en mi salón”. Esa información pasa a convertirse en parte de su autoconcepto, o la idea que tienen sobre sí mismos. Sin embargo, imaginemos que un niño es diagnosticado con Trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH). En este caso, los mensajes que este niño reciba de los adultos serán “lo que pasa es que a ti te cuesta más escuchar/ atender/ quedarte quieto en clase/ hacer caso…”. En estos casos, lo que pasa a formar parte de su autoconcepto es aquello que no pueden hacer bien.

Cuando un niño recibe un diagnóstico, todo lo que lo rodea empieza a girar en torno a sus dificultades. Recibe un trato distinto, debe dedicar parte de su tiempo libre a terapias o tratamientos y, en ocasiones, debe adaptarse a los efectos de la medicación en su cuerpo. Todo ello sin considerar la preocupación y angustia de los padres en relación al tema. Hay una transformación en el entorno que el niño puede percibir sintiendo culpa. ¿Cómo se verá a sí mismo ahora? Definitivamente, las posibilidades de que su autoconcepto tome un matiz negativo crecen y, con ello, pueden limitarse los horizontes a los que aspire. Frente a esta situación, es importantísimo reconocer también sus cualidades, aquello en lo que destacan y que les puede devolver una mirada positiva de ellos mismos. Si las dificultades se encuentran en el colegio, por ejemplo, se pueden proponer actividades físicas o artísticas que promuevan la expresión libre y el desfogue de la energía. Si las dificultades se encuentran en la socialización, se puede buscar grupos pequeños con actividades agradables para que el niño pueda vincularse con otros desde el disfrute.

Los niños son volubles a su entorno y muy sensibles a los cambios. Ellos mismos se transforman constantemente. La infancia se caracteriza por el descubrimiento constante de nuevas sensaciones, emociones, capacidades, experiencias y posibilidades. El desarrollo, sin embargo, no es lineal y puede haber momentos de estancamiento o incluso de retroceso. Puede que algunos aspectos se desarrollen con más velocidad que otros, que algunas características de la personalidad vayan cambiando, puede que haya malos días. Es importante reconocer que la infancia es un proceso distinto en cada niño y que no pueden ser todos observados bajo la misma lupa. Los diagnósticos, en ocasiones, pueden ser necesarios para comprender y enfocar el apoyo a un niño. Sin embargo, por las características de la infancia, establecer un diagnóstico es muy complejo y debe ser tomado con precaución y delicadeza, por todas las implicancias que conlleva.

Vale la pena tomarse un momento para reflexionar y preguntarnos si la evaluación es realmente necesaria o si estamos solo frente a los altibajos característicos de la infancia. ¿Estamos escuchando realmente a los niños, o sólo a los adultos que los rodean?

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